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Mitterrand. A Study in Ambiguity
Philip Short
Vintage Books, London, 2014.
692 pags.
Bolsillo 16,07€; Kindle 12,51€

Que un joven de la Francia rural y católica que coqueteó con la extrema derecha, colaboró como funcionario con el infame gobierno de Vichy e incluso fue condecorado por Petain, que se pasó en el momento oportuno a la Resistencia y llevó una vida oculta y temeraria que a punto estuvo de costarle la captura a manos de la Gestapo, que transitó por (casi) todos los ministerios de la infausta IV República y miró hacia otro lado cuando ocupaba la cartera de Justicia y la tortura era práctica común en la guerra sucia en Argelia, que se enfrentó (casi) en solitario a un irresistible De Gaulle, que montó un falso atentado contra sí mismo que habría finiquitado cualquier otra carrera política, que fue derrotado en dos elecciones presidenciales (1965, 1973), que se alió con los comunistas para alcanzar el poder y se equivocó tantas veces como uno puede equivocarse en una vida política tan longeva, que mantuvo durante décadas dos familias por separado sin menoscabo para su carrera y -last but not least- que sobrevivió el tiempo suficiente a un aletargado y secreto cáncer de próstata; que un hombre con esta trayectoria, decimos, llegara a sus 65 años a presidente de Francia y se convirtiera en el jefe de Estado francés más longevo -14 años- desde los decimonónicos Luis Felipe y Napoleón III puede parecer a primera vista inverosímil, pero ocurrió y ese hombre se llamó François Mitterrand.

¿Su secreto?

La resiliencia. La capacidad para sobreponerse a la adversidad y el error. Aguantó -también en Francia quien resiste gana-, y supo aprovechar los pliegues del tiempo político. Resistencia, seducción y ambigüedad.

Su protegido y primer ministro en los 80, Laurent Fabius, escribió que «la clave de la personalidad de Mitterrand, de su éxito extraordinario, de su longevidad política y de su energía, la clave de la fascinación que ejercía sobre los demás… fue su enorme y excepcional ambivalencia… una ambivalencia metafísica, profundamente arraigada, que le permitía ver el anverso y reverso de todo, que veía el bien y el mal en cada persona, que contemplaba toda situación como una semilla de tragedia y de esperanza».

Si prescindes de la ambigüedad, será en tu propio detrimento; sentenció el cardenal De Retz. Pero fue su rival de púrpura, el cardenal Mazarino, preceptor de Luis XIV, de quien Mitterrand tomó no sólo inspiración para el nombre de su hija secreta; también adoptó en verbo y carne los preceptos del cínico y descarnado Breviario para políticos:

«Ahorra en gestos, camina con pasos medidos y mantén en todo momento una postura llena de dignidad… Cada día dedica unas horas a pensar cómo deberías reaccionar ante tal o cual acontecimiento… Mantén siempre cinco preceptos: simula, disimula, desconfía, habla bien de todos, prevé lo que has de hacer… Hay una muy escasa posibilidad de que la gente vea con buenos ojos lo que haces o dices. Más bien lo retorcerán todo y pensarán lo peor de tí».

Lo cuenta Philip Short -excorresponsal de la BBC en París y autor de sendos libros sobre Mao y Pol Pot- en su reciente biografía sobre el presidente más enigmático de la Francia moderna. Por si alguien lo busca, el libro tiene dos títulos: A Taste for Intrigue. The Multiple Lives of François Mitterrand en su versión norteamericana y Mitterrand. A Study in Ambiguity  en la edición británica. No encuentro traducción al español. La biografía, escrita para un público anglosajón, ha recibido críticas muy elogiosas. Yo he disfrutado con su lectura. Lo que viene a continuación es, más que una reseña, un amplio resumen seriado para los muy cafeteros. Todos aquellos que esté interesados y no muy familiarizados con la vida del expresidente francés o que no anden sobrados de tiempo para digerir las 700 páginas en letra apretada de la edición de bolsillo.

No he leído otras biografías del personaje. Y son unas cuantas las que se han escrito. Muchas alentadas por el propio Mitterrand para tratar de controlar la luz que proyecte la historia sobre su pasado y su legado. La de Short sale bien valorada porque aporta detalles desconocidos. En especial, de su vida familiar. La eterna amante de Mitterrand, Anne Pingeot -la madre de su hija Mazarine- desvela, por ejemplo, que al expresidente francés le aplicaron en sus últimos momentos una sedación paliativa que podría encajar en los difusos perfiles definitorios de la eutanasia.

Fue en las primeras horas del lunes 8 de enero de 1996 en su apartamento de la avenida Frédéric-le-Play, 9, en París. Junto a su lecho, la única compañía del doctor Tarot. No quiso que estuvieran ni su amante Anne ni su mujer Danielle ni su hijo Gilbert. Prefirió morir en soledad. «Los que me aman lo entenderán», le dijo al médico. Tenía 79 años. Era el final de una sinuosa trayectoria vital de la que la voy a destacar 10 momentos, 10 vidas de François Mitterrand; el hombre que se sucedía sí mismo como una crisálida que muda de forma y piel y se abre al mundo con cada nuevo tiempo político.

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¿El rostro sereno del socialismo? Mitterrand en su velatorio en la polémica foto final de Paris-Match

UNA JUVENTUD FRANCESA

François Maurice Adrien Marie Mitterrand nació a las cuatro de la mañana del 26 de octubre de 1916 en el pueblo de Jarnac, en la región de Cognac, al norte de Burdeos; lejos de las trincheras del norte en las que se batían aquel año los jóvenes franceses. A su padre lo acababan de nombrar jefe de estación de Angulema. Tres años después abandonaría una prometedora carrera en los ferrocarriles para dedicarse a la factoría de vinagre de su suegro, el papa Jules, presencia dominante en el hogar de los Mitterrand.

El oficio y la religión les distinguían de sus paisanos. Vinagreros y católicos en un territorio dominado por la «aristocracia» protestante del coñac que les consideraba unos advenedizos. Si optaron por el vinagre fue porque les vetaron en el negocio del coñac. Resulta sorprendente que en esos primeros años del siglo XX aún se dejaran sentir las viejas heridas de las guerras de religión que habían sacudido Francia tres siglos atrás. La sombra de los enfrentamientos civiles, como se ve, se alarga sobre siglos y generaciones. Tomemos nota.

Cuando la hermana mayor de François intentó unirse a un club de tenis de mayoría protestante, el pastor calvinista protestó «porque no está bien que los católicos jueguen aquí». La abuela de Mitterrand tenía a gala no haber pisado nunca una casa protestante. Un fervor religioso y militante imperaba en el hogar. «Cuando era niño pensaba que sería Papa o rey», diría mucho tiempo después. La familia era lo que por aquí calificaríamos como «de derechas de toda la vida». Más monárquica que reaccionaria y -matiza Short-alejada del nacionalismo antisemita de Maurras y su Actión Française.

François nunca perteneció a Acción Francesa -«fui criado para pensar en ellos con horror, no por su antisemitismo sino porque habían sido excomulgados»- pero sí contemporizó con otros movimientos de la extrema derecha como la Croix de Feu, organización patriótica de veteranos de guerra. Con más de medio millón de militantes, eran conservadores que pregonaban el cristianismo social pero se oponían a cualquier extremismo. De hecho, la insurrección de Acción Francesa -intentaron tomar al asalto el parlamento en 1934- fracasó en buena medida porque la Croix de Feu se mantuvo al margen (froides queues –pichas frías-, les llamaría la prensa de extrema derecha). Segundo apunte: las guerras civiles no son inevitables, no lo fue la española; la tensión política en la II República no difería tanto de lo que sucedía al otro lado de los Pirineos.

¿Hasta qué punto Mitterrand fue un extremista de derechas?

Traduzco libremente a Short: «Años después a Mitterrand se le acusaría de proximidad a la extrema derecha en su época de estudiante -de leyes, política y literatura-. Esa posición, en la Francia de preguerra, era sinónimo de antisemita. Pero la asociación no prueba la culpa. Nadie duda de que el joven Mitterrand tenía amistades antisemitas -realmente en el París de los años 30 casi era imposible no tenerlos por la amplitud y aceptación que tenía el antisemitismo- pero nunca fue un antisemita… De hecho, en una ocasión salió en defensa de Georges Dayan, un joven estudiante judío, cuando un grupo de matones de Acción Francesa le estaban amenazando en un café del Barrio Latino. A lo largo de los siguientes cuarenta años, Dayan se convertiría en mucho más que un amigo de François. Sería su alter ego».

Lo mismo se podría decir de sus supuestos vínculos con un grupo terrorista de extrema derecha, la Cagoule. Viejos amigos de Angulema y de la familia Mitterrand fueron cómplices en atentados sangrientos de la Cagoule y François, pese a todo, mantuvo su amistad con ellos. Para Mitterrand -y esto llama la atención en un político- la fidelidad a los amigos eran un artículo de fe, en especial con los amigos abandonados por todos los demás. «Estos vínculos no eran fortuitos», comenta Short. «François Mitterrand no era de la Cagoule ni de Action Françoise, ni antinegro ni antisemita. Pero su entorno social y sus conexiones familiares le llevaban a tener amigos que sí lo eran y él no tenía problemas en convivir con eso… Trataba la diversidad de los seres humanos apreciando sus cualidades y encerrando sus defectos en una caja. Esta actitud daba pie a que se le pudiera acusar de falta de principios y de hecho le llevó a mantener amistades extrañas y lamentables».

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El joven Mitterrand

Si tenemos que definir las inclinaciones políticas del joven François, habría que recurrir al amplio ideario del catolicismo social. Rodeado, eso sí, de mucha confusión. Tenía amigos izquierdistas y admiraba la oratoria del líder socialista Léon Blum, pero detestaba su alianza con los comunistas; le fascinaba el pensador judío Julian Benda que censuraba el nacionalismo racista y bélico de los intelectuales alemanes y franceses; visitaba al pretendiente al trono de Francia y escuchaba los discursos de un excomunista que fundó lo más parecido a un partido fascista en Francia. En los convulsos años 30, no fueron tan raros los viajes de ida y vuelta entre la extrema derecha, el socialismo y el comunismo entre los jóvenes inmersos en la efervescencia política de la época. Sólo un descarte queda claro. Ni entonces ni nunca, Mitterrand fue un liberal de corte anglosajón.

De estos años, Short subraya un episodio amoroso que dejaría una marca especial en el carácter de quien se convertiría en eterno seductor de mujeres y hombres. Marie-Louise Terrase sólo tenía 14 años. Cuando la conoció, le dijo que rondaba los dieciocho. François la convirtió en su Beatrice a lo Dante. Estamos en 1938. A lo largo de tres años y medio le escribió, atención, unas dos mil cartas de amor. «Estaba loco por ella», le diría a un amigo. Marie-Louse reconocía sus cualidades, pero nunca se entregó enamorada. No era el hombre de sus sueños. Short la describe como «una princesita caprichosa a la que le encantaba flirtear con los chicos consciente, desde los trece años, del poder que sus encantos físicos ejercían sobre los hombres». Como tantas veces en su vida, Mitterrand insistió, espero y aguantó: «Insufrible y exigente Beatrice», le escribió en una ocasión; «me has convertido en tu esclavo del momento, tu juguete en esta hora». En el amor y en la política siempre fue el último en rendirse a la evidencia.

La relación tuvo un final melodramático. El 4 de enero de 1942, Mitterrand, entonces funcionario de Vichy, viajó a París. Previamente había telefoneado para quedar con Marie-Louise. «Pasearon juntos por los Jardines de Luxemburgo, donde todo había comenzado cuatro años atrás», escribe Short. «Marie-Louise dijo que le admiraba, pero que no estaba enamorada de él; no quería ser su mujer. Cuando llegaron al Sena, ella le devolvió su anillo de compromiso. François lo recogió y extendió el brazo como para lanzarlo. Si ella no lo quería, daba a entender el gesto, sería mejor que la corriente arrastrara el anillo y a él mismo hasta donde quisiera el destino. Marie-Louise pensó -erroneamente- que lo había lanzado al río. Rompió a llorar y se marchó».

Años después, Marie-Louise Terrasse, bajo el nombre artístico de Catherine Langeais, llegaría a ser la presentadora más famosa de la televisión francesa desde finales de los años cincuenta hasta mediados los setenta. La «novia de los franceses» vivió aseteada durante años por la enfermedad hasta su fallecimiento de esclerosis múltiple en 1998. Once años antes, su antiguo novio de juventud, el presidente Mitterrand le otorgó la legión de honor por dejar «una marca indeleble» en la historia de la televisión francesa. De su enamoramiento enfebrecido por la joven Marie Louise, Mitterrand sacaría una lección: nunca dejaría a nadie más manejarle como si fuera una marioneta.

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Marie-Louise Terrasse a.k.a Catherine Langeais, la «novia de Francia» y de François Mitterrand 

PRISIONERO DE GUERRA

Si hay una experiencia fundamental en la vida de Mitterrand, fue su paso por los campos de prisioneros en Alemania. En la línea de lo que, entre nosotros, cuenta Chaves Nogales en su recomendable La agonía de Francia entendió la rápida y extraña derrota de Francia ante los ejércitos de Hitler como un fracaso de las élites que, sumado al igualitarismo que imponía el campo de prisioneros, le alejaría de su clase y de su ideología juvenil. «El viejo orden social no resistía una sopa de nabos», escribió. Tiempo después las organizaciones de exprisioneros de guerra serían el embrión de su carrera política. Primer cambio de piel. En Alemania comienza la segunda vida de François Mitterrand.

En la prisión alemana de Ziegenhain dedicó buena parte de su tiempo a dar charlas a sus compañeros de encierro. Sobre El amante de Lady Chatterley, sobre Voltaire, sobre las lettres de cachet de la Francia prerrevolucionaria… «Hablaba sin notas, con las manos apoyadas en la mesa». Le llamaban «el profesor». «No nos da lecciones de superioridad», anotó en su diario un colega del campo. «Se abre a las ideas de otros… En mi opinión, eso denota una inteligencia generosa… Sólo hay dos actitudes que le parecen imperdonables: la cobardía y la vulgaridad… Apreciamos su elegancia en medio de esta promiscuidad». «Inspiraba respeto», recordaba otro. «Tenía como una cuestión de honor respetar a otros y ser respetado por ellos». Todos coinciden en que parecía un ser frío y distante en una primera impresión. Un redactor anónimo de la revista del campo que editaba el propio Mitterrand le comparó con Vautrin, el misterioso benefactor del Rastignac de Balzac. La comparación suscita adhesiones.

«François Mitterrand, como Vautrin, es un hombre de múltiples identidades… y sospecho que guarda el terrible secreto de una personalidad escindida. Como un nuevo Jano, te lo encuentras aquí como el elegante director de un periódico, un hombre de letras, un filósofo perspicaz y sutil; y luego lo ves allí como un camillero ocupado y meticuloso en la clínica del campo… Pero sea de una o de otra guisa, no debemos olvidar que François Mitterrand mantiene un culto personal de todo lo que es noble; esto es, se ve consumido sin cesar por las llamas del lirismo, de la belleza y del altruismo… No se equivoquen. Como una abeja, es a la vez miel y aguijón; un ingenio irónico y un corazón sensible. Eso le permite, podríamos decir, caminar por la vida con unos cristales de color rosa. Pero Mitterrand es a la vez sabio y escéptico y, a través de esos cristales rosas, ve todo negro». L’Ephemère, 1 de septiembre de 1941.

¿No escribiría todo esto el propio Mitterrand?

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El soldado Mitterrand

Tres veces se fugó de las prisiones alemanas y consta que, al menos en la primera ocasión, lo hizo por temor a perder a Marie-Louise. Dos veces fue delatado, capturado y devuelto al campo. Falta la pelota de béisbol, pero la peripecia no desentonaría en el escenario de La Gran Evasión de Steve McQueen. A la tercera lo consiguió.

«Se ofreció voluntario para trasladar cajas al cuartel alemán adjunto al campo de tránsito de Boulay. Aprovechó la oscuridad de una madrugada de diciembre para saltar la alambrada y correr hacia el centro del pueblo. Un compañero le había dicho que allí encontraría a la dueña de un kiosko de prensa que le ayudaría. Llegó sin aliento, cuando la mujer estaba subiendo la persiana metálica. Lo tuvo oculto durante dos días y después lo acompañó hasta Metz. Allí se subió a un tren hacia la frontera. Cuando empezó a desacelerar al acercarse a su destino, Mitterrand decidió saltar. Dio unos pasos hasta la pequeña estación y descubrió que ya estaba en Francia. Sí, pero aún estaba en la Francia ocupada por los alemanes. Los trabajadores del ferrocarril le alimentaron y le subieron a un autobús hacia Nancy donde consiguió unos papeles falsos. Desde allí tomó otro tren hacia el sur, hacia Besançon. Saltó de nuevo y caminó hasta cruzar la línea de demarcación  de la llamada «Zona libre» controlada desde Vichy por el gobierno del mariscal Petain… Era el 15 de diciembre de 1941″.

En Vichy, Mitterrand empezaría su tercera vida. La ambigüedad suprema. La doble vida de un aparente colaboracionista transmutado en un esquivo y notorio resistente llamado Morland.

(Continuará)